Se inicia el cierre de puertas —oyó Paola, pensando que daba igual avisar si las puertas se estaban cerrando o no, porque era tal la desesperación de la gente por entrar al vagón que no dejaría de insistir en la ilusión de ganar un lugar hasta que las puertas amenazaran con atraparles un brazo o la nariz.
Paola detestaba la sensación de ir apretada en el metro, y más aún porque con su metro ochenta y cinco de estatura era pan diario llevar cabezas extrañas cerca de su pecho. Eso la ponía incómoda y nerviosa, sensación de mierda que evadía apretando y soltando los dedos de las manos, y escuchando Radiohead con sus audífonos grandes.
Santa Isabel por fin y entre la gente pedir permiso-que-me-bajo-aquí. Ahora a subir las escaleras en un ritmo común con un montón de extraños con los que parecemos manada o más bien un grupo de robots.
Cuando Paola logró con esfuerzo salirse de la multitud, se dirigió mecánicamente al kiosko en donde compra lo que para ella constituye un desayuno saludable.
—Hola, quiero una barra cereal, la verde de allá, una coca light y unos cigarros, los Pall mall click de 10, porfa.
—Serían dos mil cien, señorita.
—Ay, déjeme buscar que creo que por aquí debo tener los cien.
—Día raro hoy ¿se fijó? Habían anunciado lluvia, pero lo más bien que los rayos de sol atraviesan las nubes, sobretodo esa negra de allá arriba, ¿se fijó? Si uno mira bien, como que hasta se hace una figura, es como un bicho, de esos, ay como se llaman, esos que tiran veneno, esos que tienen una colita y como que...
—Escorpión. Aquí está. Va justo.
Rápidamente tomó sus compras y siguió su camino, evitando cualquier tipo de interacción humana que no fuese estrictamente necesaria.
Puta, voy a tener que poner Karma Police denuevo, me perdí la mejor parte con la verborrea de la vieja —pensó.
Como de costumbre, encendió el primer cigarro frente a la bicicleta blanca de Ciclistas con Alas. Y así, sin apuro, caminó por donde siempre, escogiendo mirar al suelo en vez de a la gente, la que cada vez le hacía más fácil convencerse de que todos los seres humanos eran una mierda.
Chicles, colillas, botellas, pelusas, basura, pastelones rotos, pastelones, trizados.
El paisaje del suelo puede ser muy diverso—pensaba.
Repentinamente, algo llamó la atención de Paola. Vio, cerca de una gran casa celeste,un montón de papeles picados, que fácilmente podían ser unos 40. No eran tan pequeños, tenían un tamaño levemente inferior a una cédula de identidad. La mayoría de ellos eran blancos, pero había unos cuantos de color amarillo, con escritura roja en ellos. Curiosa como gato, Paola recolectó raudamente todos los papeles amarillos, y los guardó apurada en su bolsillo, pues temía dar por mucho tiempo la imagen de la loca que recoge papeles en Providencia. Se adentró en el primer pasaje que vieron sus ojos, y tras un auto, se sentó en la cuneta a examinar su nuevo y despedazado tesoro. Instintivamente, comenzó a unir los trozos, como si fuera un gran rompecabezas. Con la hipótesis comprobada, vio con emoción cómo palabras se armaban en la malgastada hoja amarilla, y con tinta roja decían:
Alfredo Rioseco 235
Es urgente.
Es urgente... ¿Cómo llegó algo tan urgente a estar trozado y tirado en la calle? ¿Para quién sería? ¿Qué habrá en esa dirección? ... ¿Sería muy loca si voy a mirar? Igual no es lejos. Y voy con tiempo de sobra a la pega. Total, nadie se va a enterar...
La mente de Paola se hacía tantas preguntas que parecían avasallarse unas contra otras. Conociéndose, sabía que no podría continuar con su vida tranquila si es que no acudía a la dirección, aunque fuese sólo para pasar de lejos, para matar la curiosidad. Alfredo Rioseco no quedaba lejos, conocía la calle por un restaurant al que acudió un par de veces. La mujer pensaba que aunque fuese una suerte de locura, nadie tenía por qué enterarse.
Quizás por fin me pase algo realmente interesante—se decía.
Y así, con un coraje desconocido para ella, decidió ir, cual detective, a encontrar su misterioso destino. Caminó a paso rápido, pues la invadía la emoción. Algo en su interior le hacía creer que la dirección sí podría significar algo, que no era una completa estupidez recoger un papel en la calle y dirigirse a la dirección escrita en él. Algo subterráneo en sí la obligaba a creer que las cosas fantásticas existen, poseía en su interior un deseo quemante por vivir algo nuevo, algo surreal, algo que la hiciera sentir de alguna manera distinta a todo el resto de la gente, algo que la hiciese ser ella misma la différance.
En cuanto llegó a Alfredo Rioseco se dio cuenta de que su curiosidad era tal que estar de pie desde la vereda de enfrente a su destino no era suficiente. Necesitaba más.
Miró en ambas direcciones, verificando que no viniese nadie y se acercó cautelosamente hacia la ventana de la casa en cuestión. Las cortinas no dejaban entrever nada, por lo que se acercó a una puerta-reja exterior, que dejaba ver un pasillo de cemento, largo y estrecho, que finalizaba en una escalera que conectaba con el segundo piso de la casa
Instintivamente se sostuvo de la reja, ante lo que la puerta cedió, abriéndose por completo. Paola no lo pensó demasiado y entró, procurando no hacer mucho ruido al pisar las hojas secas que adornaban la entrada. Al llegar a la escalera sintió un impulso que nacía en la punta de sus pies, subiendo por sus piernas, por sus caderas y por su columna vertebral hasta llegar a la cabeza, que la hacía ejecutar el acto motor de subir cada peldaño sin ninguna dubitación. Al llegar arriba, se encontró con una puerta de vidrio. Su lado analítico y racional le susurró que esta era su última chance de retroceder, que esta locura ya había ido demasiado lejos, y que incluso según algunas personas, estaba cometiendo un acto delictivo. A pesar del temor y los nervios, fue el lado irracional el que la poseyó, llevándola a posar su mano derecha sobre la manilla. Antes de que pudiera girarla un hombre alto, vestido de traje, se le adelantó, abriendo la puerta desde dentro.
—Bienvenida, Paola. Te estábamos esperando. Por favor, pasa. —dijo el hombre.
Fue tal la sorpresa de Paola que no logró hacer nada más, que entrar automáticamente al salón, guiada por el gentil toque en el hombro que le daba su anfitrión.
—Si gustas, puedes darme tu chaqueta, para que te sientas más cómoda —le dijo el hombre alto—. Por favor, toma asiento aquí.
Además del gentil anfitrión, habían otros 5 hombres, que también vestían de traje y lucían muy similares entre sí. Llevaban en las chaquetas un pequeño símbolo tribal que Paola no logró reconocer. Todos sonreían ante la llegada de la mujer, a quien estaban evidentemente esperando.
—Café moka doble sin endulzar, como te gusta, Paola. —dijo el hombre alto, ofreciéndole una taza llena de café.
Muy sorprendida y pensando que estaba en un sueño del cual no podía despertar, Paola recibió el café, logrando sólo asentir con la cabeza. No entendía nada de lo que sucedía, la única posibilidad de que esto no fuera un sueño, era que fuese una broma bastante torcida que alguien le estaba jugando.
—Bueno, estamos un poco atrasados. Llevamos bastante tiempo esperándote, querida Paola, por lo que sugiero que demos comienzo a lo que aquí nos convoca —dijo el anfitrión, que parecía ser el único autorizado para hablar. Todos los otros hombres asintieron.
—Disculpen, pero no estoy entendiendo nada. Esto simplemente no puede ser. Es que cómo, cómo puede ser posible. Cómo es que todo esto, cómo si fue una casualidad, cómo...
—Paolita —interrumpió el hombre alto—, entiendo que tengas muchas preguntas, pero tranquila, en breves instantes verás todo con más claridad. Por favor, guarda silencio. Ya has tenido 29 años para hablar. Es hora de que aprendas a callar.
—¿Llamo a Bruno, señor? —preguntó uno de los hombres.
—No, no te preocupes. Lo haré yo mismo —dijo el anfitrión, sin borrar la amable sonrisa de su rostro. Al acto, el hombre de puso de pie y se dirigió al centro del salón, llamando a Paola a su lado, quien estupefacta y aún incrédula, lo acompañó.
El hombre la tomó de las manos, y mirándola a los ojos cariñosamente, sonrió casi al punto de reír.
—¿Estás asustada? —le preguntó dulcemente el hombre.
—Sí. Bastante.
—Ven, quiero darte un abrazo.
Paola no supo porqué accedió al abrazo del extraño, pero en cuanto lo hizo, sintió una insólita paz, que nacía en su pecho, bajaba por su columna vertebral, por sus caderas, por sus piernas, llegando hasta la punta de sus pies. Era un abrazo estremecedor que la hizo emocionarse. Pensó en su madre y en las caricias que le brindaba cuando se enfermaba; pensó en su padre, y recordó cuando le enseñó a montar la bicicleta. Recordó también el primer beso que dio a alguien que amaba, y la primera vez que hizo el amor. Recordó a su mejor amiga de infancia, Kathy, quien había muerto de leucemia unos años atrás. Una pequeña lágrima recorrió su mejilla izquierda, evidenciando su emoción. Fue esta lágrima la que le hizo despertar de su ensueño, y recordó que estaba siendo abrazada por un sospechosamente amable hombre extraño, y que además habían otros sospechosamente amables 5 hombres extraños contemplando su abrazo en el salón. Paola se separó del anfitrión, quien con ternura le solicitó dar 3 pasos hacia atrás. Creyendo que dar 3 pasos hacia atrás era lo menos irracional de todo ese día, los dio, aún conmocionada por todos sus recuerdos.
—Gracias por todo, Paola. Tu viaje llega hasta aquí —dijo el hombre alto, sacando una pistola desde el bolsillo interno de su chaqueta.
Sin cavilaciones, dio un disparo certero en el centro del pecho de Paola, quien cayó de espaldas al suelo, sintiendo un dolor que parecía apretar su pecho contra su espalda, coartándole la respiración. Pronto, el dolor dejó de ser dolor, y se volvió un calor intenso que se expandía por todo su cuerpo, presionándola contra el suelo e imposibilitando su mover. Volvió a pensar en su madre, y en las caricias dulces que le estaría dando si estuviera allí. Sin notar que se desangraba, sus párpados se comenzaron a cerrar. Con nebulosa visión notó que los hombres la rodeaban, observándola. Al mirar al anfitrión, el mareo le ayudó a reconocer por fin el símbolo tribal que llevaban en las chaquetas. Así, mirando fijo en unos puntos amarillos que parecían ser los ojos de un escorpión, sus párpados se cerraron, para no volver a abrirse jamás.