Escritura cadavérica colectiva, por Luna Grandón y Bestián Besnier
La escuela es una cárcel, leí ya de grande. Grande es una palabra gigante. Gigante
es una palabra pequeña. De escribir y de sinónimos poco entiendo. Quizás de ortografía
recuerdo más. Recuerdo aprender en la cárcel a hacer la H. Tengo el recuerdo vivo de
escuchar que la H es muda (ironía) de una profesora que poco callaba. La H es muda,
me repetía, para qué carajo usan una letra que es muda. Yo las dibujaba con boquita,
con un círculo al medio, así podían hablar. Esto me dio vueltas muchos días mientras
aprendía a dibujar la letra, de pequeña, sentada en una escuela cáustica y fría. Cuando
mi padre vio los circulitos en la línea horizontal de todas mis H, no dijo nada y ahí
comprendí un poco más. La H es muda; la H es para callar. Crecí como una H, pequeña,
y con el tiempo vi que mi padre era una enorme frase sólo compuesta por Hs; él con sólo
callar hacía eco agrio en todas las habitaciones.
Aquél eco ensordecedor me hacía recordar que yo sólo era una H aislada, solita,
huacha; yo era la hija mestiza, chola, quiltra, regalá, que el buen corazón de madre
evangélica (que con el tiempo convenció a padre cuasi evangélico) abrazó sin reparos.
De todos modos, crecí muda y no porque no tuviera nada que decir, sino que nunca
aprendí a ser la dueña de mis propias palabras.
Con papá cenábamos todas las noches en silencio al lado de una mesita alta y
negra. Sobre la mesita alta y negra había un marco. El marco enmarcaba un espacio
vacío, de fotografías nada. Habíamos llegado hace poco a esa casa, escapando de la otra,
olvidando la otra casa, una casa helada hasta los pies. Por eso tomábamos sopa en
febrero. El sonido de los tenedores chocando con los platos me inquietaban. Mi padre
sorbeteaba la sopa y miraba hacia el frente, hacia una ventana que nada tenía para
mostrar.
- ¿Por qué ya no hay fotografía en el marco?
Mi padre sólo supo callar. Claro, después de todo, él era H en esencia, y más bien
muchas. En ese sentido, al menos siempre me sentí orgullosa de que lo mío era más bien
algo como un mutismo selectivo que, si bien no me había ayudado a hacer amigos o
amigas, me había permitido ser acompañada por gente que comprendía el gran valor del
silencio. Como Pedro, él nunca me preguntó nada. Sólo me contaba sus cosas y me
miraba con ojitos enamorados que yo nunca correspondí. Estoy segura de que cuando
íbamos al parque Saval de Valdivia, él tiraba moneditas a las flores de loto deseando
nuestro amor eterno, y yo, bastante más banal, sólo deseaba que al llegar a casa
estuvieran tocando algún especial de Pink Floyd por la radio. Pobre Pedro, supe que se
mató en auto hace un par de días, porque un tipo borracho lo desbarrancó a más de 100.
Por esos días papá comenzó a leer la biblia. En un sillón, en una esquina de la
casa. Una biblia ajada y que pequeños trozos de hojas amarillentas quedaban en sus
dedos al cambiar de página. Leía en silencio, limpiándose a ratos las hojas de los dedos y
del regazo. Por esos días también comencé clases de teatro (terapia, le decía la
terapeuta) y cuando llegaba a la casa debía detenerme. Papá me chistaba si intentaba
practicar con él en la casa. Un día no me calló, sino que empezó a cantar un versículo de
Pedro el apóstol, Pedro el no-hermano, y algo sobre Pietro, como se decía en latín y que
era la piedra angular y yo lo miré con una mueca de lágrimas, pero él solo sonrió
mientras se persignaba hacia el cielo.
No sé por qué recuerdo estas cosas. Debe ser porque, más allá del cuestionable
contenido bíblico citado, al fin algo en papá rompió su silencio. Y eso me hizo creer que
si él podía romper con su propia orgánica constitutiva para decir una hueá,
definitivamente yo podría suspender un poco mi mutismo selectivo, porque de tanto
sentir, de tanto pensar, de tanto desear y de tanto soñar, quizá ya tenía algo, por
insignificante que fuera, que decir. Pero apenas procesé esto en mí, me di cuenta de que
lo más complejo no era qué decir, sino a quién decirlo. De las pocas personas que
conocía, la mayoría parecía ser sólo boca, y ninguna, oreja.
La distancia que me separaba de todos, y en especial de papá, sólo fue
aumentando. Él a Pedro lo tenía cruzado entre las cejas, y yo, entre las piernas. La
terapeuta me recomendó tomar clases de trompeta, tomar clases de saxofón o de
percusión, pero yo sólo he tomado. Así, tomado, no un instrumento, tomado, a secas.
Dicen que el tiempo todo lo cura, pero no es así, hay cosas que el tiempo macera, hay
cosas que el tiempo acidifica, pero yo de haches y Ph no entiendo nada. Trato de no
pensar así, pero en el silencio me cuadruplico.
Y me cuadruplico porque, esencialmente, el silencio es un universo: nada se
propaga en el vacío. Excepto yo, claro, que al ser H, me expando y me expando sin fin,
como un eterno orgasmo, tocando con mi pecho los astros celestes que
instantáneamente al rozarme, se diluyen y derriten, volviéndome a mi cuerpo finito y
temporal. Quisiera a veces ser aire (que quizá ya soy) o ser pez. Me gusta la idea de
flotar, de divagar, sin ataduras gravitacionales que me hagan volver a donde no quiero
regresar. ¿Será que todos los cuerpos son cárceles? ¿O será que me enseñaron a crecer
como bonsai?
Papá cayó en coma. Inducido. Por él. Estaba lúcido, pero en coma. Había donado todas sus cosas a una congregación de a mentiras.
-Papá, eso es una secta. Despierta, papá. Háblame.
Pero sólo tenía ojos para un tal Smith o para un tal por cual apellido gringo
genérico. Yo trataba de salir de ahí, de gritar y gruñir todo lo que tenía adentro. A veces
me salía como canto y a veces, como lamento; otras veces era el silencio quien
acompañaba mis pesares. Tomé clases de piano. Ahí conocí a la Lucha.
Lo primero que me llamó la atención de ella era un lunar grande y redondo en su
mejilla izquierda. La abuela siempre decía que la gente con lunares era de fiar. Sus
manos delgadas y huesudas, que parecían bailar sobre el piano, me hacían olvidar todo.
Do, Mi, Sol, Re menor, Do, Fa, Mi, Sol, Re sostenido y La, parecían ser extensiones de su
cuerpo. El tecnocuerpo de Lucha (que nunca supe si era por Lucía o por Luisa)
fusionado con el piano, alcanzaba orgasmos rítmicos que nos excitaban a todos y todas.
Nada más existía cuando ella tocaba el piano. Ni siquiera mi silencio H. Ahora, ella era
el universo. Sólo ella se propagaba en mi vacío.
Lucha lo abarcaba todo. Sus notas eran pintura fresca, eran amoníaco para
deportistas desmayados. Aprendí lento, pero algo aprendí. Lucha era eso, una pelea
constante entre los devenires y cuando tocaba mis manos sobre las teclas para enseñar
algún vals o algún allegro, el aire repicaba de su aliento tibio. Me gustaba ir a sus clases,
pero no podía practicar en la casa. Ahí todo era alabanza y sonrisas a medio fingir y
contemplación al señor. Lucha era todo lo contrario, sus melodías eran ateas por
defecto. Hay quienes sostienen que un clavo no saca a otro clavo, o alguna mentira así,
pero la gente no somos herramientas, las gentes somos carne y médula, historias y
guerras, y hay quienes, como Lucha, expelen un tónico, una medicina susurrante para
las verdaderas infecciones del alma.
Y aquella medicina que expelía cada vez que tocaba el piano y que, incluso expelía
ya sin tocarlo en tanto ella era la música personificada, se difuminaba por mi ser
completo y me sanaba. Aún no sé bien de qué, pero cual célula madre, me regeneraba
tejido a tejido, célula a célula, y así, fui nueva, otra vez. Creo que el día en que por fin
probamos nuestros labios fue el día en que comprendí qué era la música. No es cuestión
de sonido, sino de ritmo, de temperatura, de calor.
Diciembre fue un mes especialmente para el olvido. Hablando con un amigo que
(cree) saber, aprendí que el olvido es también como el silencio, porque es el lenguaje
mudo de los recuerdos que no vuelven. Cuántos recuerdos me gustaría aplacar, pero la
memoria no funciona así. Diciembre fue un mes especialmente para el olvido, porque
ese mes nació El Señor, o se termina el año, no sé, pero papá se tiró de rostro para que
ingresara a la congregación.
-No, papá, estoy bien así.
Y es que la vida con Lucha había sido congas y timbales y rumbas sin
instrumentos más que las yemas de nuestra piel en contacto. Los científicos dicen que
nunca tocamos realmente algo, solo son los electrones repeliéndose continuamente. Por
eso es que Lucha era sobrenatural, axiomática en sí misma, nuestras pieles se volvían
una en contra de la naturaleza, en contra de los electrones y su repulsión y sus antítesis
de alguna cuántica poco estudiada, que es el sentir y liberar, gritar los azares desde las
entrañas. Eso se había vuelto. Eso. Hasta que papá nos vio. Él, biblia en mano y zapatos
lustrados. Nosotras, nuestras tan nuestras. Ahí todo se fue al carajo.
Fui tan cobarde. No peleé, no insistí, no me quejé. La Lucha me miraba con
ojitos enamorados, que yo no correspondí. Me di cuenta, mientras no me importaba que
mi padre la sacara en pelota y a zapatazos limpios de la casa, de que no me pasaba nada.
Cual piedra; granítica. Me di cuenta de que las H no podemos amar: en tanto sólo
acompañamos, sólo sonamos si hay alguien junto a nosotras, carecemos de sonido
propio y por tanto, de amor. Si somos sólo un algo invisible, mudo, que no puede sonar
en sí, el amor no puede fluir en nosotras en tanto inexistimos como ser singular. Las
lágrimas en los ojos de la Lucha, sus nalgas rojas por los zapatazos de mi padre y yo allí,
inmóvil, gélida, queriendo que la escena terminase rápido para poder ir a leer algo de
Borges. Si no se suena, no se puede amar, sólo ser consumida y borrada una y otra vez,
hasta el mutismo universal.
Hay silencios que son cómplices furtivos, hay silencios que son témpanos de
fuego. Hay silencios que son segundos de distancia. Y es que callar es también una
forma de hablar, de callar también. Por salud y entereza. El silencio de papá, el silencio
que comparto con Lucha, las palabras que Pedro nunca más volverá a hablar. Al callar
también me sano. Con papá ya no hablo ¿Dónde estará? Seguro tocando puertas que
nunca se abrirán ¿cómo estará? De seguro queriendo callar. ¿Qué si lo extraño? Todavía
no busco las palabras que de seguro nunca podré encontrar.
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