martes, noviembre 20, 2018

Menstruación


-¡Felicidades! Te enfermaste!

Esas fueron las expresiones de mi madre cuando una avergonzada y onceañera yo, que luego de darse tantos rodeos, por fin había podido decirle que el momento rojo había llegado. Ni siquiera le dije ese primer primer día, tenía tantos sentimientos encontrados que no podía aún vomitar. Haberme enfermado, como decía siempre ella, fue uno de los primeros mensajes que me hizo saber con fuerza que ser mujer no tiene tanto que ver con el cuerpo, sino con ocupar un lugar esquizoide en donde la enfermedad se recibe con felicidad. Entre tantos otros mensajes esquizos que he aprendido a des-inscribir de mi piel.

Si con eso y todo, me hubiera podido poner contenta por mi reciente enfermedad, tampoco hubiera podido divulgarlo a voces, pues la sangre es una cosa de la que no se habla. La sagre es sucia, asquerosa -aprendí rápidamente, de sangre no se habla en la mesa, ni con los hombres, menos con la pareja, escasamente con las amigas. La sangre es eso que hay ocultar aunque todxs sepan, es aquella sustancia que marca nuestros cuerpos y designios, que tiñe nuestros devenires a nivel societal. La sangre es la tinta que escribe con mayúscula que nuestros cuerpos no son nuestros, sino un territorio por ocupar.

Felicitarme por mi nueva enfermedad mensual y crónica no era más que la reafirmación cruel y esquiza de mi entrada a aquél club femenino destinado a vivenciarse desde el dolor, el silencio y el ocultamiento. Mi bienvenida al secreto club de las mujeres, nunca más niñas, me enseñaba mediante una pedagogía ausente que sangramiento no es lo mismo que desangramiento, pero que al fin y al cabo, me habrían de ser igual. Con alas, sin alas, nocturnas, normales, ultrafinas, invisibles, con olor a manzanilla, con bolsa que no suena, con florcitas, para abudantes, para colaless. Tantos diseños para algo que no puede ver nadie, que no se puede hablar con nadie, para algo que hay que ignorar. Florcitas aromáticas para disfrutar en lo secreto, antes de que se ensucien con la marca de lo que construyeron como nuestro destino por naturaleza.

A mis jóvenes once años entendí que los cuerpos son mucho más que piel y carne, que eso es precisamente lo menos relevante del asunto, porque los cuerpos son pura escritura e inscripción social. El mío, condenado a ser escrito con tinta roja, pudo encontrar luego de muchos años, nuevas matrices de significado para entenderse y producirse. Ahora no me enfermo, ahora menstrúo. Me curé de la enfermedad. Ahora menstruar es una cosa de lunas y de la que sí se puede hablar. La menstruación se transita con las amigas, se habla de la copa -y no de vino, en la mesa; la tinta roja ahora se puede usar para colorear. No es una cuestión de mistificación ni de esencialismo, es una celebración de saber que el cuerpo está bien vivo. Espero con ansias el cíclico primer día.

Miro a mi madre, le digo que estoy menstruando. Ella todavía reacciona con un palpitar casi imperceptible en el párpado izquierdo cuando hablo de menstruación y no de enfermedad, de menstruar y no de mounstruar, más aún si es en público. He desarmado mi mounstruoso cuerpo enfermo y sucio, lo he purificado en humos, lo he tejido denuevo, desde otros lugares y con otros colores. Tuve que desarmarme, desanudarme, desandarme para hacerme otra vez. Tuve que borrar significados con los que aprendí a crecer, por aquellos que aprendí a vivir. La órganica tinta roja que desciende de mí en las lunas llenas es ahora la reafirmación absoluta de que toda construcción de sentido y con ello de cuerpo, ocurre en el acontecer de lo común, en-y-entre la vida social; que hay otras circulaciones de sentido posibles para explicar nuestros cuerpos y en ello reinventarlos a nuestro gusto y parecer. Si hemos de hacer que nuestra vida sea nuestra obra, cobra sentido partir por el cuerpo.

Cada menstruación me recuerda la posibilidad que tenemos de recogernos, de refugiarnos, de depurar nuestros espíritus agitados y volver a comenzar; me pone de manifiesto que podemos elegir nuestras existencias una y otra vez, como acto de goce y de responsabilidad. Cada menstruación que no me enferma, sino que me recuerda que la potencialidad de mi cuerpo no es la reproducción, sino el permanente renacimiento, el tránsito entre estados y mundos diversos, que me producen como su expresión una y otra vez, ¿o es que los produzco yo?

Hoy al vaciar mi copa, miro mi sangre brillante y roja y me digo "¡Felicidades, te llegó la lunación!"


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lunes, noviembre 12, 2018

Diciembre termina con H (Por Luna y Bestián)


Escritura cadavérica colectiva, por Luna Grandón y Bestián Besnier


La escuela es una cárcel, leí ya de grande. Grande es una palabra gigante. Gigante es una palabra pequeña. De escribir y de sinónimos poco entiendo. Quizás de ortografía recuerdo más. Recuerdo aprender en la cárcel a hacer la H. Tengo el recuerdo vivo de escuchar que la H es muda (ironía) de una profesora que poco callaba. La H es muda, me repetía, para qué carajo usan una letra que es muda. Yo las dibujaba con boquita, con un círculo al medio, así podían hablar. Esto me dio vueltas muchos días mientras aprendía a dibujar la letra, de pequeña, sentada en una escuela cáustica y fría. Cuando mi padre vio los circulitos en la línea horizontal de todas mis H, no dijo nada y ahí comprendí un poco más. La H es muda; la H es para callar. Crecí como una H, pequeña, y con el tiempo vi que mi padre era una enorme frase sólo compuesta por Hs; él con sólo callar hacía eco agrio en todas las habitaciones.

Aquél eco ensordecedor me hacía recordar que yo sólo era una H aislada, solita, huacha; yo era la hija mestiza, chola, quiltra, regalá, que el buen corazón de madre evangélica (que con el tiempo convenció a padre cuasi evangélico) abrazó sin reparos. De todos modos, crecí muda y no porque no tuviera nada que decir, sino que nunca aprendí a ser la dueña de mis propias palabras. 

Con papá cenábamos todas las noches en silencio al lado de una mesita alta y negra. Sobre la mesita alta y negra había un marco. El marco enmarcaba un espacio vacío, de fotografías nada. Habíamos llegado hace poco a esa casa, escapando de la otra, olvidando la otra casa, una casa helada hasta los pies. Por eso tomábamos sopa en febrero. El sonido de los tenedores chocando con los platos me inquietaban. Mi padre sorbeteaba la sopa y miraba hacia el frente, hacia una ventana que nada tenía para mostrar.

                 - ¿Por qué ya no hay fotografía en el marco? 

Mi padre sólo supo callar. Claro, después de todo, él era H en esencia, y más bien muchas. En ese sentido, al menos siempre me sentí orgullosa de que lo mío era más bien algo como un mutismo selectivo que, si bien no me había ayudado a hacer amigos o amigas, me había permitido ser acompañada por gente que comprendía el gran valor del silencio. Como Pedro, él nunca me preguntó nada. Sólo me contaba sus cosas y me miraba con ojitos enamorados que yo nunca correspondí. Estoy segura de que cuando íbamos al parque Saval de Valdivia, él tiraba moneditas a las flores de loto deseando nuestro amor eterno, y yo, bastante más banal, sólo deseaba que al llegar a casa estuvieran tocando algún especial de Pink Floyd por la radio. Pobre Pedro, supe que se mató en auto hace un par de días, porque un tipo borracho lo desbarrancó a más de 100. 

Por esos días papá comenzó a leer la biblia. En un sillón, en una esquina de la casa. Una biblia ajada y que pequeños trozos de hojas amarillentas quedaban en sus dedos al cambiar de página. Leía en silencio, limpiándose a ratos las hojas de los dedos y del regazo. Por esos días también comencé clases de teatro (terapia, le decía la terapeuta) y cuando llegaba a la casa debía detenerme. Papá me chistaba si intentaba practicar con él en la casa. Un día no me calló, sino que empezó a cantar un versículo de Pedro el apóstol, Pedro el no-hermano, y algo sobre Pietro, como se decía en latín y que era la piedra angular y yo lo miré con una mueca de lágrimas, pero él solo sonrió mientras se persignaba hacia el cielo. 

No sé por qué recuerdo estas cosas. Debe ser porque, más allá del cuestionable contenido bíblico citado, al fin algo en papá rompió su silencio. Y eso me hizo creer que si él podía romper con su propia orgánica constitutiva para decir una hueá, definitivamente yo podría suspender un poco mi mutismo selectivo, porque de tanto sentir, de tanto pensar, de tanto desear y de tanto soñar, quizá ya tenía algo, por insignificante que fuera, que decir. Pero apenas procesé esto en mí, me di cuenta de que lo más complejo no era qué decir, sino a quién decirlo. De las pocas personas que conocía, la mayoría parecía ser sólo boca, y ninguna, oreja. 

La distancia que me separaba de todos, y en especial de papá, sólo fue aumentando. Él a Pedro lo tenía cruzado entre las cejas, y yo, entre las piernas. La terapeuta me recomendó tomar clases de trompeta, tomar clases de saxofón o de percusión, pero yo sólo he tomado. Así, tomado, no un instrumento, tomado, a secas. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero no es así, hay cosas que el tiempo macera, hay cosas que el tiempo acidifica, pero yo de haches y Ph no entiendo nada. Trato de no pensar así, pero en el silencio me cuadruplico. 

Y me cuadruplico porque, esencialmente, el silencio es un universo: nada se propaga en el vacío. Excepto yo, claro, que al ser H, me expando y me expando sin fin, como un eterno orgasmo, tocando con mi pecho los astros celestes que instantáneamente al rozarme, se diluyen y derriten, volviéndome a mi cuerpo finito y temporal. Quisiera a veces ser aire (que quizá ya soy) o ser pez. Me gusta la idea de flotar, de divagar, sin ataduras gravitacionales que me hagan volver a donde no quiero regresar. ¿Será que todos los cuerpos son cárceles? ¿O será que me enseñaron a crecer como bonsai?

 Papá cayó en coma. Inducido. Por él. Estaba lúcido, pero en coma. Había donado todas sus cosas a una congregación de a mentiras.

              -Papá, eso es una secta. Despierta, papá. Háblame.

Pero sólo tenía ojos para un tal Smith o para un tal por cual apellido gringo genérico. Yo trataba de salir de ahí, de gritar y gruñir todo lo que tenía adentro. A veces me salía como canto y a veces, como lamento; otras veces era el silencio quien acompañaba mis pesares. Tomé clases de piano. Ahí conocí a la Lucha. 

Lo primero que me llamó la atención de ella era un lunar grande y redondo en su mejilla izquierda. La abuela siempre decía que la gente con lunares era de fiar. Sus manos delgadas y huesudas, que parecían bailar sobre el piano, me hacían olvidar todo. Do, Mi, Sol, Re menor, Do, Fa, Mi, Sol, Re sostenido y La, parecían ser extensiones de su cuerpo. El tecnocuerpo de Lucha (que nunca supe si era por Lucía o por Luisa) fusionado con el piano, alcanzaba orgasmos rítmicos que nos excitaban a todos y todas. Nada más existía cuando ella tocaba el piano. Ni siquiera mi silencio H. Ahora, ella era el universo. Sólo ella se propagaba en mi vacío. 

Lucha lo abarcaba todo. Sus notas eran pintura fresca, eran amoníaco para deportistas desmayados. Aprendí lento, pero algo aprendí. Lucha era eso, una pelea constante entre los devenires y cuando tocaba mis manos sobre las teclas para enseñar algún vals o algún allegro, el aire repicaba de su aliento tibio. Me gustaba ir a sus clases, pero no podía practicar en la casa. Ahí todo era alabanza y sonrisas a medio fingir y contemplación al señor. Lucha era todo lo contrario, sus melodías eran ateas por defecto. Hay quienes sostienen que un clavo no saca a otro clavo, o alguna mentira así, pero la gente no somos herramientas, las gentes somos carne y médula, historias y guerras, y hay quienes, como Lucha, expelen un tónico, una medicina susurrante para las verdaderas infecciones del alma. 

Y aquella medicina que expelía cada vez que tocaba el piano y que, incluso expelía ya sin tocarlo en tanto ella era la música personificada, se difuminaba por mi ser completo y me sanaba. Aún no sé bien de qué, pero cual célula madre, me regeneraba tejido a tejido, célula a célula, y así, fui nueva, otra vez. Creo que el día en que por fin probamos nuestros labios fue el día en que comprendí qué era la música. No es cuestión de sonido, sino de ritmo, de temperatura, de calor. 

Diciembre fue un mes especialmente para el olvido. Hablando con un amigo que (cree) saber, aprendí que el olvido es también como el silencio, porque es el lenguaje mudo de los recuerdos que no vuelven. Cuántos recuerdos me gustaría aplacar, pero la memoria no funciona así. Diciembre fue un mes especialmente para el olvido, porque ese mes nació El Señor, o se termina el año, no sé, pero papá se tiró de rostro para que ingresara a la congregación. 

           -No, papá, estoy bien así. 

Y es que la vida con Lucha había sido congas y timbales y rumbas sin instrumentos más que las yemas de nuestra piel en contacto. Los científicos dicen que nunca tocamos realmente algo, solo son los electrones repeliéndose continuamente. Por eso es que Lucha era sobrenatural, axiomática en sí misma, nuestras pieles se volvían una en contra de la naturaleza, en contra de los electrones y su repulsión y sus antítesis de alguna cuántica poco estudiada, que es el sentir y liberar, gritar los azares desde las entrañas. Eso se había vuelto. Eso. Hasta que papá nos vio. Él, biblia en mano y zapatos lustrados. Nosotras, nuestras tan nuestras. Ahí todo se fue al carajo. 

Fui tan cobarde. No peleé, no insistí, no me quejé. La Lucha me miraba con ojitos enamorados, que yo no correspondí. Me di cuenta, mientras no me importaba que mi padre la sacara en pelota y a zapatazos limpios de la casa, de que no me pasaba nada. Cual piedra; granítica. Me di cuenta de que las H no podemos amar: en tanto sólo acompañamos, sólo sonamos si hay alguien junto a nosotras, carecemos de sonido propio y por tanto, de amor. Si somos sólo un algo invisible, mudo, que no puede sonar en sí, el amor no puede fluir en nosotras en tanto inexistimos como ser singular. Las lágrimas en los ojos de la Lucha, sus nalgas rojas por los zapatazos de mi padre y yo allí, inmóvil, gélida, queriendo que la escena terminase rápido para poder ir a leer algo de Borges. Si no se suena, no se puede amar, sólo ser consumida y borrada una y otra vez, hasta el mutismo universal. 

Hay silencios que son cómplices furtivos, hay silencios que son témpanos de fuego. Hay silencios que son segundos de distancia. Y es que callar es también una forma de hablar, de callar también. Por salud y entereza. El silencio de papá, el silencio que comparto con Lucha, las palabras que Pedro nunca más volverá a hablar. Al callar también me sano. Con papá ya no hablo ¿Dónde estará? Seguro tocando puertas que nunca se abrirán ¿cómo estará? De seguro queriendo callar. ¿Qué si lo extraño? Todavía no busco las palabras que de seguro nunca podré encontrar.


Points of contact, no. 2 - Victor Pasmore
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* Bastián: https://www.facebook.com/ProsasBaguales

lunes, noviembre 05, 2018

Velorio

A mis amigas,
mis más grandes maestras.


Amigas queridas, amigas amadas
hoy les invito a morir.

A matarnos en un trago,
en un beso, en un suspiro,
a matarnos de un tiro,
para no agonizar.

Que la muerte nos inunde,
que nos despierte el morir;
que nos haga la muerte
nacer y vivir.

En el féretro yace cualquiera de nosotras
contorneada con flores de jazmín,
el corazón expuesto a la intemperie
y los labios coloreados con carmín.

Dolor y ternura nos llueven de los ojos,
ante el extrañamiento de verse morir;
más sabemos que nuestras muertes
posibilitan nuestro buen vivir.

Esta noche haremos un velorio de nosotras,
brindaremos antes de enterrar a nuestros ;
bajo tierra quedará nuestra yo sometida
y bajo tierra nuestra yo asustada;

bajo tierra nuestra yo controlada;
y bajo tierra nuestra yo acorralada;

nuestra yo golpeada;
la yo anulada;
nuestra yo borrada
la yo dañada;

la yo expropiada,
la yo alienada,
la yo mutilada,
yo muerta.

Paradojas de vida,
paradojas de muerte:
hemos de cambiar de piel para no morir,
hemos de morir para cambiar de piel.

En cada entierro de la piel que dejamos
estaremos todas juntas,
cosido nuestro corazón,
conquistadas nuestras luchas.

Amigas, hemos de morir para vivir;
no temamos dejar atrás
aquellas otras versiones del mí
que aunque se hayan forjado al fuego,
nos enseñan a hoy resistir.

Lloremos las lágrimas que hemos tragado como sopa,
Quebremos los vidrios, destrocemos los platos,
Gritemos hasta sangrar nuestras gargantas
Dejémonos ir en el viento.

Tiremos flores sobre nuestros cuerpos rotos,
quememos cartas sobre nuestra vida ceniza,
recordemos nuestras alegrías,
recordemos nuestros nunca más.

Amigas, hoy somos una misma
que tiene varios rostros a la vez;
amigas, morirnos juntas
es juntas re-nacer.

En este velorio cantemos,
comamos, bebamos hasta el amanecer;
riamos hasta caer rendidas,
que no todas las despedidas son tristes;

cuando nuestras bocas se cubran de tierra,
se anunciará nuestro inminente nacimiento
que trae consigo lo aprendido en los fuegos
y trae consigo nuestra fuerza y nuestro amor;

amigas, juntas somos invencibles
amigas, juntas somos un nuevo soy;
amigas, si esta muerte ha de ser juntas,
conjuntamente ha de renacer nuestro corazón.